martes, 27 de febrero de 2018

López


Los campos de Ban quedaban cerca de Londres. M. había averiguado que allí estaba López.  Se lo habían llevado. De acuerdo con la información, no quedaba claro si estaba secuestrado, lo cierto era que no podía volver por sus propios medios. Los proteccionistas se habían transformado en una banda de perseguidores, por eso, ir a buscarlo, era riesgoso. Teníamos que tener un buen plan. No conocíamos la zona y podía ser que nos esperaran.
Ese año M. y J., decidieron ir de viaje a Río, el año anterior había sido muy duro y necesitaban tener una tregua antes de seguir con sus vidas. F. se había quedado en una quinta cerca de la ciudad. No había puesto ninguna objeción, estaba acostumbrado a veranear en la playa pero no le importó.
López quedó solo, cuidando el bunker, estaba bien pertrechado y cada dos días recibía refuerzos del exterior. Tenía alimento y agua para un mes. No había motivos para que hiciera alguna exploración por eso era inexplicable su salida. No tenía órdenes, aunque en general es de los tipos que no se ajustan a reglas establecidas, a veces sus incursiones no siguen patrones estratégicos pero siempre es cuidadoso y encuentra la forma de regresar sin mayor desasosiego para él y para los que quedan.
El contacto dijo que López salió sin que él lo viera. Su reporte consignaba que en los días previos López estaba ansioso e irritable, no mucho más.
A su regreso de Rio, M. y J. no lo encontraron pero nada hacía suponer que su partida hubiera sido traumática por esa razón esperaban que el regreso se produjera de un momento a otro. M. advirtió que López había salido sin sus elementos identificatorios pero le restó importancia porque no era la primera vez que él se ausentaba en esas condiciones.
F. había vuelto de la quinta y como era de esperar, retomaron su rutina de paseos matinales y nocturnos que no dejaban de traslucir una cierta preocupación.  Cada salida entrañaba la esperanza de que al volver se encontraran con la buena noticia del regreso de López. 
Un día M. percibió que la seguían.  Lo advirtió cuando estaban con J. haciendo aprovisionamiento y una mujer se les acercó y les habló en código. M. trató de recordar palabra por palabra lo que la mujer les había manifestado y como no pudo decodificarlo con los elementos que tenía en la biblioteca, transfirió la consulta a un experto en claves. En cualquier momento podía caerle una inspección en el bunker.  Eso era lo que había dicho la mujer. Seguramente se trataba de alguien ligado a los servicios de protección. 
M. pensó que ya era hora de efectuar una búsqueda explícita. Con ayuda de algunos hombres de la Asamblea mandaron a imprimir tarjetas de reconocimiento con la foto de López. No fue fácil la tarea dado que sus características eran frecuentes en varios sujetos de su tipo.
Al cabo de dos días de búsqueda, dieron con un hombre que les dijo que la información que necesitaban la encontrarían en el Centro unificado de datos. El lugar estaba a un kilómetro distante del bunker. Allí  M. fue notificada de que López había sido llevado a los campos de Ban. También le informaron que todos los integrantes del bunker serían sometidos a un análisis exhaustivo por parte de la justicia para evaluar las condiciones de la deportación. Con algunos artilugios que no vale la pena mencionar, M. consiguió las vías de comunicación con el centro de Ban a donde López había sido derivado.
En varias oportunidades intentó comunicarse infructuosamente. No la atendían o cuando lo hacían la comunicación se cortaba y era imposible acordar un encuentro. M. pensó que los responsables del centro pretendían  algún resarcimiento por la deportación y ellos no tenían ningún elemento atractivo para efectuar un intercambio.
Pasados tres días de negociaciones entrecortadas, acordaron que el domingo 31 de enero, entre las 14 y las 16 horas se efectuaría la entrega en un edificio abandonado frente a la estación de trenes de los campos de Ban.
M. quería contratar un vehículo especial pero me pareció innecesario que un extraño a la comunidad se encargara del transporte. Me ofrecí a llevarlos en el que tengo asignado.
No voy a negar que el estudio del terreno y las rutas de acceso a la región, sumado al hecho de las amenazas que en los días previos recibió M. me generaron una ansiedad extra. Analicé las rutas cuidadosamente, evalué la posibilidad de llevar algún tipo de armamento disuasivo pero la deseché. No convenía.
El domingo, después de un almuerzo liviano, partimos. Elegí la ruta previsible, si nos seguían era sencillo despistarlos. El color del vehículo se mimetizaba con el asfalto que ese día de enero destilaba un vaho particular. Al cruzar los puentes que separan a Londres del conurbano dejamos de respetar los semáforos. Nadie lo hacía argumentando motivos de seguridad.
Al cabo de cincuenta minutos de marcha sin interrupciones vimos los carteles que indicaban que estábamos llegando. J. llevaba la hoja de ruta y daba las coordenadas. Las calle angostas y arboladas estaban flanqueadas por grandes mansiones. No pude evitar que me llamaran la atención, estaba segura que íbamos a encontrar un ambiente hostil y en su lugar veíamos desiertas calles limpias y amigables. Un gran letrero hacía mención a Balmoral y a Edward Banfield que seguramente debía haber sido el dueño de toda esa comarca en tiempos lejanos. Dimos unas cuantas vueltas hasta encontrar el sitio en el que se haría la deportación. La calle terminaba en un cul de sac , M. y J. descendieron del vehículo y tuvieron que cruzar por un estrecho puente de madera hasta encontrar un portón metálico. Un hombre que probablemente sería el cuidador del lugar, les indicó como abrirlo.  Me quedé esperando al rayo del sol, acomodé el vehículo para que estuviera listo para evacuarnos, no sabía  si mantener la radio encendida, temía que si nos habían seguido, nos ubicaran y abortaran la operación. La medida del tiempo siempre se distorsiona por la ansiedad y el miedo, pero después me di cuenta de que sólo habían pasado unos cuantos minutos desde que ellos se fueron hasta que vi a M. cruzar el portón metálico y hacerme una seña levantando el pulgar.  Caminaba con López, J. venía un poco más atrás.