Las uñas
Tengo las uñas muy feas
dice mamá
es signo de mala salud
vos,
¿cómo tenés las uñas?
Mostrame
vos estás bien de salud.
No mamá, yo también
tengo las uñas
feas
igual que vos
No, dice,
Si tengo las uñas divinas
Abel Pintos
No sabía
que existe un cantor
que se llama
Abel Pintos.
No sabía
que lo iba a conocer
un domingo
mirando la tele
con mamá
mientras el sol
barría las nubes
y el lago
volvía a ser lago
porque hasta ese momento
era niebla
Los
sueños
Ya van cinco noches seguidas que sueño. Cinco sueños
de esos que no lo parecen porque son muy reales, aunque la casa del sueño sea una
caverna. Hasta el cielo parece una caverna. Me despierto con el cuerpo temblando
como si tuviera fiebre.
Tenés que tener una libreta y una birome a mano,
me dijo mi terapeuta. Tus sueños son para anotarlos. Yo tengo la birome y la
libreta sobre la mesa de luz pero cuando me despierto pienso: Lo dejo para
después.
Al rato, sólo recuerdo vaguedades.
Bunker
Tengo veinte o veintiuno y vivimos en una casa
de piedra, una casa con techos altos, cielorrasos con vigas de madera. Es
antigua pero tenemos todas las comodidades. En un moisés un bebé llora, voy
corriendo y lo levanto, debe ser mi hijo porque le doy la teta. El bebé se calma.
Es una situación placentera, si no fuera por esas paredes tan frías. Escucho la
voz de mi pareja. No alcanzo a ver quien es. Me
dice, nos encontraron. Agarro al bebé con las dos manos y lo aprieto
hasta que queda fundido en la pared de piedra.
Frío
A mamá le duele la cadera, o la pierna, no sé
bien porque ella se toca en un lugar y cuando le quiero hacer unos masajes con
árnica, el lugar es otro.
La pierna se me salió de lugar, me dice, pero yo
veo que camina por toda la casa y hace unos ejercicios de yoga que le enseñaron
cuando era chica. Apoya la cabeza en el
piso y levanta las piernas en vertical. Cuando yo era joven podía hacer esta
posición sin necesidad de apoyarme contra la pared, dice. Pienso que yo nunca
pude pararme de cabeza. Encima a ella le está doliendo la cadera. Vos me estás
haciendo un cuento. No, contesta, si apenas puedo caminar hasta el baño. Le
digo que voy a buscar un médico, que no tenemos que esperar a que se haga de
noche porque después va a ser peor.
Me paso el día buscando un médico y nada, recorro
todos los sanatorios del pueblo pero la respuesta es que no van a domicilio.
Una enfermera del último lugar al que voy me dice: Alquile una silla de ruedas
y tráigala. Hago eso y voy empujando la
silla por una cuesta que llaman la viborita, el esfuerzo es tremendo. Estoy
empapada en sudor aunque hace mucho frío. Es noviembre y hace frío en este
pueblo de mierda, le digo a mamá mientras vamos subiendo. Ella se da vuelta
bruscamente porque no le gusta que critiquen el lugar que eligió para vivir. Ese
movimiento hace que quedemos mirando al revés y la silla rueda cuesta abajo. Las
dos corremos, mamá en la silla y yo aferrada a las manijas intentando frenar el
impulso, pero la viborita es empinada y el lago se nos viene encima. Pienso que
la 12 de octubre nos va a frenar porque tiene una plazoleta en el medio, pero
saltamos el paredón de la costanera y la silla vuela por el aire. No sé en que
momento cambiamos de lugar, mamá me mira desde la veredita como me hundo en el
lago de seis grados de temperatura.
Las hijas
Cuantas hijas tenés
donde viven
le cuento,
al rato
otra vez
cuantas hijas tenés
le hago
un cuadro sinóptico
en un papel
y entiende
entiende mejor
que si se lo cuento
dejámelo a mano
me dice
porque me olvido
La música
¿Te gusta la música?
me preguntó José
no le dije nada
porque la música
para mi
es radio clásica
en el auto
y acá no tengo el auto.
Acá es todo ruido
de televisión
o mi voz
elevada al máximo
hasta que me duele
la garganta
de tanto decir
mil veces lo mismo
Hermanas
La gente ama
a sus hermanos
es lo normal
lo esperable
Mi hermana
no es
Como toda la gente
La caminata
Llevo varios días
encerrada en el departamento. Aunque voy a hacer las compras y conseguí un caño
para hacerme masajes en la espalda, siento el encierro.
En la casa tienen
costumbres diferentes a las mías. No hay horarios. Las comidas son secundarias.
Yo soy metódica, desayuno a la hora que hay que desayunar, reviso los mails y
el Facebook, miro las noticias, salgo a hacer alguna compra y tomo un café en
el bar que me gusta. Y luego cocino y almuerzo. Hago una siesta, quizás, a
media tarde.
El cuerpo se me
está entumeciendo por no hacer gimnasia.
En Buenos Aires voy al gimnasio tres veces por semana, acá no conseguí un lugar
para seguir con el hábito. Siento que el vientre se me está hinchando por
demás. La comida no tiene gran variedad, las harinas son una nube interminable.
Hoy el lago está
planchado y el sol radiante. Me voy a caminar, le dejé escrito en el papel
sobre el brazo del sillón donde ella duerme. Tiene la manía de hacer la siesta
sentada en el sillón en lugar de echarse en la cama. La dejo hacer, aunque me
doy cuenta de que eso no es muy saludable porque es mejor estar acostada para
que se irrigue el cerebro, y más ella, que tiene sólo un veinte por ciento
activo en las carótidas. En realidad ese veinte por ciento es el diagnóstico de
hace quince años.
Voy hacia la
estación. Durante un trecho se puede caminar por la costanera. Se ven las
playas pequeñas, la montaña que rodea el lago poniendo un límite a su sueño de
mar, los árboles que algún pionero plantó para que el paisaje se parezca a
Suiza. Pero no es Suiza. En el alto todos tienen la piel curtida, el invierno
les agrieta la cara y el verano también. Me voy cruzando con grupos de turistas,
se notan recién bañados, se ve que hicieron las excursiones a la montaña bien
temprano y ahora pasean por el pueblo.
El sendero de la
costanera se termina en el puente del arroyo. A partir de allí el pueblo empieza
a mostrar la hilacha, no hay turistas, me cruzo con algunos mochileros que
vienen de la Terminal de Omnibus. A los lados de la ruta hay corralones de
materiales, una estación de servicio, (acá el gas oil es más caro que la
nafta), talleres mecánicos, playones con autos abandonados, vías de tren. En
una de esas vías veo un cartel que dice cuidado con el tren, igual que esos que dicen cuidado con el perro. Me cruzo
también con varios hombres. Hombres con vestimenta de domingo, porque es
domingo. Son guapos, me gustan, podría tener sexo con cualquiera de ellos, hace
un tiempo que no tengo sexo. En sus caras veo que ellos también hace bastante
que no tienen sexo. Me miran y yo les sostengo la mirada, si alguno me invitara
a su casa, iría.
Después de cruzar
la primera vía, que parece una vía muerta, escucho el silbato de un tren. Es el
Patagónico.
El Patagónico
avanza lentamente, se dirige a la estación, corro a su lado, y aunque voy
cuesta arriba lo alcanzo y llego junto con él. La gente se agolpa en el andén,
hay contingentes de niños con maestros. Los veo a todos como si fueran
pasajeros del siglo pasado. Los vagones son viejos. No conozco Suiza pero me
imagino que los trenes deben ser muy diferentes.
Me quedo hasta que
todos los pasajeros suben. Los niños saludan por las ventanillas, a nadie, o a
mí, porque los únicos que quedamos en el andén son los empleados de la estación
y yo. El Patagónico arranca lentamente, y tengo que hacer un esfuerzo para no colgarme
del estribo del último vagón.
Susana y el pariente
En el camino al
aeropuerto hay un cartel que dice Barrio El Cóndor. Está pasando la rotonda.
Cuando hago la caminata diaria miro bien que no venga ningún auto. Yo vivía ahí
cuando recién llegué a Bariloche. Hace treinta años era descampado, ahora hay
varios barrios en esa zona. Una vez, en la entrada de El Cóndor, un auto
atropelló a una mujer y la mató. Supe por el diario que la mujer muerta era la
compañera de un pariente nuestro que se llamaba igual que papá. Le habían
puesto su nombre en honor a él.
Papá murió en el
sesenta y ocho, yo era chica y mamá dejó de tratarse con esa parte de la
familia. No sabía que este pariente vivía en el pueblo.
Un día, unos años
después del accidente, me llamaron por teléfono. Me preguntaron si conocía a
Dardo Sarasúa. Papá está muerto, pensé,
aunque yo no lo había visto en el cajón. No fuimos al velorio, a los más chicos
no nos dejaron ir. Yo vi pasar el cortejo fúnebre desde la esquina de la casa de
una amiga. Hubiera querido ir detrás de ese carro negro que se llevaba lo
último de papá.
Enseguida la voz
preguntó: Puede venir a buscarlo está perdido en el Centro Cívico y no sabe
dónde vive. Así conocí a mi pariente. El no sabía quién era yo. Tampoco sabía
quién era él.
Flores
amarillas
Pasaron veinte días. Desde hace años sólo puedo
estar con ella una hora y media, dos, como máximo. Llamo por teléfono a mi hija,
le digo que estoy harta. Me recuerda que en otra época ella iba a Bahía Blanca
y pasaba los veranos en nuestra casa y a mí me gustaba. Era chica, no sabe que
cuando mamá volvía a su casa era porque habíamos discutido. Suponía que la
abuela se iba porque era marzo y se le acababan las vacaciones. Lo cierto es
que cuando las cosas no se hacían a su gusto, terminábamos peleando. Le cuento
la verdad. Y ella dice, vos escribís, matala, para eso está la literatura. Nos
reimos. Mi hija no escribe, dibuja cosas bonitas. Menos mal, pienso.
Hace dos días que estoy en automático, la cabeza
me explota con la voz de la mujer de los almuerzos de la tele. No quiero
escuchar nada más. El día no está para salir a caminar, tengo frío, el viento
me va a hacer levantar vuelo. Me encierro en el cuarto porque tengo ganas de
leer o dormir un rato. Cierro la puerta del pasillo. El pasillo es una caja de
resonancia. Las voces de la tele se escuchan lejos. Intento dormir un poco.
Pasan cinco minutos, quizás diez. Estoy en duermevela, cuando me doy cuenta de
que abrió la puerta que comunica con el living. Escucho que arrastra con el pie
la piedra que la contiene para que no se cierre cuando están las ventanas
abiertas. La mujer de la tele no está más, reconozco la voz de un periodista
que grita cosas sobre el submarino perdido. Quisiera estar en el fondo del mar
para poder tener un poco de silencio. La puteo, puedo putearla tranquila porque
no me escucha.
Me calzo las botas, me abrigo, le digo que me
voy a caminar. Le muestro el papel que debe tener a mano para recordar dónde
estoy. En la vereda veo que se asoma a la ventana, desabrigada, siempre está
acalorada y en la casa anda con una remera sobre la piel, y así, abre la
ventana. Se va a agarrar una pulmonía y voy a tener que vérmelas con eso
también. Me dice: Chau, chau, y mueve sus manos, la sonrisa irónica de cuando
algo no le gusta. Dice que no tiene memoria, no le creo.
La calle está desierta, en la costanera no hay
nadie, el día está muy soleado pero los vientos cruzados hacen que sea
imposible caminar. Bajo a la playa. Parada al lado del lago grito fuerte, más
fuerte que el lago, grito todas las maldiciones juntas. Grito las malas palabras
que se me vienen a la boca, las grito para sacar el odio de adentro de mi panza,
de mi pecho, de mi cabeza. Mientras, camino por la orilla saltando sobre las
piedras
Dos mil seiscientos sesenta pasos son los que
hay desde el departamento hasta el bar Holly. Es el que está sobre el lago y el
único que tiene mamparas que contienen el viento. Nunca hice el camino por la
playa, por momentos se corta y tengo que subir al farallón. Grité tanto que me
quedé sin fuerzas. Voy en silencio, el viento en la cara ya no me molesta tanto.
Llego al Holly, el camarero me dice que me siente al sol, que está hermoso. Es
primavera. La retama floreció a pesar del clima. Toda la bajada al lago está
cubierta de flores amarillas. Hasta este momento no lo había notado.
Holly
Tomamos un taxi y fuimos al Holly. Antes de
salir, le dije que tenía que llevar el andador y me miró como si yo estuviera
loca. Cómo voy a salir a la calle con este armatoste, me dijo, mientras lo
plegaba para llevarlo colgado del hombro como si fuera una cartera. La convencí
de que tenía que usarlo.
La terraza del bar está sobre el lago. Ella
estaba maravillada, me preguntó si tenía “algo para sacarle una foto”, le dije que
podía fotografiarla con el teléfono. Hice varias tomas, en todas salió bien.
Siempre fue fotogénica. Ahora es vieja pero sigue siendo bella y cuando tiene
la cara serena da gusto fotografiarla. Miraba el paisaje y repetía que detrás
de las montañas tenía que estar Chile porque esa es la Cordillera de Los Andes,
yo le contestaba que no, que Chile queda para otro lado. Le preguntamos al
camarero y nos contó que allí, donde mamá decía, está la ruta que va a Chile,
que de noche se ven las luces de los camiones que cruzan la frontera. Tenía la
vista clavada en el vaivén del lago y preguntaba si el agua habría llegado
alguna vez hasta la zona en la que estábamos nosotras. Yo le decía que no, que
los lagos no son como el mar, aunque me imaginaba que, según como se moviera la
tierra, el lago se debía volcar un poco más para una costa o para la otra, como
el vino, cuando uno mueve la copa.
Cuando volvimos al departamento no recordaba que
ésa es su casa, ahora. Demasiado hizo durante el último año. Cambió de ciudad
para vivir en el que siempre dijo, era su lugar en el mundo. Supo persistir en
el deseo. Mi hermana se lo cumplió. Hasta no hace mucho, venía todos los
inviernos. Le encantaba esquiar. Un día, cuando tenía casi ochenta, volvió a
Buenos Aires con un moretón en la cara. Se había pegado un porrazo en el cerro
pero había seguido como si nada. Esa fue la última vez. Ahora cree que este
pueblo es una novedad. Se conforma con mirar por las ventanas, ver televisión y
saber que no va a dormir sola ni acompañada por una extraña, como en Buenos
Aires.
Lo que vivimos hoy lo recuerdo como un sueño, me
dijo.
Pasamos una tarde hermosa y ella la recuerda,
aunque sea como si la hubiera soñado, pero la recuerda. La abrazo.
Estos últimos días duerme mucho más. Hoy, en el
bar, estuvo muy alerta, preocupada porque ese lugar con esas vistas tan bonitas,
tenía que ser muy costoso. Yo le decía que no importaba, que sólo habíamos
tomado unos cafecitos que cuestan lo mismo en todas partes. Ella, al rato,
volvía a decir lo mismo.
Antípodas
Algunos en este pueblo festejan porque mataron a
un indio.
Le conté a mamá que ayer mataron a un mapuche. Me
preguntó qué había hecho el indio para que lo mataran. Le dije que no podía
preguntar eso. Que a la gente no se la mata. Le expliqué que los mapuches creen
que algunas tierras les pertenecen, entonces van y las toman. Se quedó
pensando, después de un rato me dijo: Nos van a atacar los mapuches, tengo
miedo.
Le contesté que no, que no son los indios los
que nos están atacando.
Contradicción
Dicen que no son de acá, que no tienen ningún
derecho a nada, pero los carteles de la costanera te explican en castellano, en
inglés y en portugués el significado del nombre que está en lengua mapudungun. Te
cuentan la historia de los indios que
habitaban esta tierra. Muchos arroyos y lagos tienen nombre indígena, incluso
el pueblo.