martes, 27 de febrero de 2018

López


Los campos de Ban quedaban cerca de Londres. M. había averiguado que allí estaba López.  Se lo habían llevado. De acuerdo con la información, no quedaba claro si estaba secuestrado, lo cierto era que no podía volver por sus propios medios. Los proteccionistas se habían transformado en una banda de perseguidores, por eso, ir a buscarlo, era riesgoso. Teníamos que tener un buen plan. No conocíamos la zona y podía ser que nos esperaran.
Ese año M. y J., decidieron ir de viaje a Río, el año anterior había sido muy duro y necesitaban tener una tregua antes de seguir con sus vidas. F. se había quedado en una quinta cerca de la ciudad. No había puesto ninguna objeción, estaba acostumbrado a veranear en la playa pero no le importó.
López quedó solo, cuidando el bunker, estaba bien pertrechado y cada dos días recibía refuerzos del exterior. Tenía alimento y agua para un mes. No había motivos para que hiciera alguna exploración por eso era inexplicable su salida. No tenía órdenes, aunque en general es de los tipos que no se ajustan a reglas establecidas, a veces sus incursiones no siguen patrones estratégicos pero siempre es cuidadoso y encuentra la forma de regresar sin mayor desasosiego para él y para los que quedan.
El contacto dijo que López salió sin que él lo viera. Su reporte consignaba que en los días previos López estaba ansioso e irritable, no mucho más.
A su regreso de Rio, M. y J. no lo encontraron pero nada hacía suponer que su partida hubiera sido traumática por esa razón esperaban que el regreso se produjera de un momento a otro. M. advirtió que López había salido sin sus elementos identificatorios pero le restó importancia porque no era la primera vez que él se ausentaba en esas condiciones.
F. había vuelto de la quinta y como era de esperar, retomaron su rutina de paseos matinales y nocturnos que no dejaban de traslucir una cierta preocupación.  Cada salida entrañaba la esperanza de que al volver se encontraran con la buena noticia del regreso de López. 
Un día M. percibió que la seguían.  Lo advirtió cuando estaban con J. haciendo aprovisionamiento y una mujer se les acercó y les habló en código. M. trató de recordar palabra por palabra lo que la mujer les había manifestado y como no pudo decodificarlo con los elementos que tenía en la biblioteca, transfirió la consulta a un experto en claves. En cualquier momento podía caerle una inspección en el bunker.  Eso era lo que había dicho la mujer. Seguramente se trataba de alguien ligado a los servicios de protección. 
M. pensó que ya era hora de efectuar una búsqueda explícita. Con ayuda de algunos hombres de la Asamblea mandaron a imprimir tarjetas de reconocimiento con la foto de López. No fue fácil la tarea dado que sus características eran frecuentes en varios sujetos de su tipo.
Al cabo de dos días de búsqueda, dieron con un hombre que les dijo que la información que necesitaban la encontrarían en el Centro unificado de datos. El lugar estaba a un kilómetro distante del bunker. Allí  M. fue notificada de que López había sido llevado a los campos de Ban. También le informaron que todos los integrantes del bunker serían sometidos a un análisis exhaustivo por parte de la justicia para evaluar las condiciones de la deportación. Con algunos artilugios que no vale la pena mencionar, M. consiguió las vías de comunicación con el centro de Ban a donde López había sido derivado.
En varias oportunidades intentó comunicarse infructuosamente. No la atendían o cuando lo hacían la comunicación se cortaba y era imposible acordar un encuentro. M. pensó que los responsables del centro pretendían  algún resarcimiento por la deportación y ellos no tenían ningún elemento atractivo para efectuar un intercambio.
Pasados tres días de negociaciones entrecortadas, acordaron que el domingo 31 de enero, entre las 14 y las 16 horas se efectuaría la entrega en un edificio abandonado frente a la estación de trenes de los campos de Ban.
M. quería contratar un vehículo especial pero me pareció innecesario que un extraño a la comunidad se encargara del transporte. Me ofrecí a llevarlos en el que tengo asignado.
No voy a negar que el estudio del terreno y las rutas de acceso a la región, sumado al hecho de las amenazas que en los días previos recibió M. me generaron una ansiedad extra. Analicé las rutas cuidadosamente, evalué la posibilidad de llevar algún tipo de armamento disuasivo pero la deseché. No convenía.
El domingo, después de un almuerzo liviano, partimos. Elegí la ruta previsible, si nos seguían era sencillo despistarlos. El color del vehículo se mimetizaba con el asfalto que ese día de enero destilaba un vaho particular. Al cruzar los puentes que separan a Londres del conurbano dejamos de respetar los semáforos. Nadie lo hacía argumentando motivos de seguridad.
Al cabo de cincuenta minutos de marcha sin interrupciones vimos los carteles que indicaban que estábamos llegando. J. llevaba la hoja de ruta y daba las coordenadas. Las calle angostas y arboladas estaban flanqueadas por grandes mansiones. No pude evitar que me llamaran la atención, estaba segura que íbamos a encontrar un ambiente hostil y en su lugar veíamos desiertas calles limpias y amigables. Un gran letrero hacía mención a Balmoral y a Edward Banfield que seguramente debía haber sido el dueño de toda esa comarca en tiempos lejanos. Dimos unas cuantas vueltas hasta encontrar el sitio en el que se haría la deportación. La calle terminaba en un cul de sac , M. y J. descendieron del vehículo y tuvieron que cruzar por un estrecho puente de madera hasta encontrar un portón metálico. Un hombre que probablemente sería el cuidador del lugar, les indicó como abrirlo.  Me quedé esperando al rayo del sol, acomodé el vehículo para que estuviera listo para evacuarnos, no sabía  si mantener la radio encendida, temía que si nos habían seguido, nos ubicaran y abortaran la operación. La medida del tiempo siempre se distorsiona por la ansiedad y el miedo, pero después me di cuenta de que sólo habían pasado unos cuantos minutos desde que ellos se fueron hasta que vi a M. cruzar el portón metálico y hacerme una seña levantando el pulgar.  Caminaba con López, J. venía un poco más atrás.




martes, 23 de enero de 2018

Mis días con mamá

Las uñas

Tengo las uñas muy feas
dice mamá
es signo de mala salud
vos,
¿cómo tenés las uñas?
Mostrame
vos estás bien de salud.
No mamá, yo también
tengo las uñas
feas
igual que vos
No, dice,
Si tengo las uñas divinas


Abel Pintos

No sabía
que existe un cantor
que se llama
Abel Pintos.
No sabía
que lo iba a conocer
un domingo
mirando la tele
con mamá
mientras el sol
barría las nubes
y el lago
volvía a ser lago
porque hasta ese momento
era niebla


Los sueños

Ya van cinco noches seguidas que sueño. Cinco sueños de esos que no lo parecen porque son muy reales, aunque la casa del sueño sea una caverna. Hasta el cielo parece una caverna. Me despierto con el cuerpo temblando como si tuviera fiebre.
Tenés que tener una libreta y una birome a mano, me dijo mi terapeuta. Tus sueños son para anotarlos. Yo tengo la birome y la libreta sobre la mesa de luz pero cuando me despierto pienso: Lo dejo para después.
Al rato, sólo recuerdo vaguedades.



Bunker
Tengo veinte o veintiuno y vivimos en una casa de piedra, una casa con techos altos, cielorrasos con vigas de madera. Es antigua pero tenemos todas las comodidades. En un moisés un bebé llora, voy corriendo y lo levanto, debe ser mi hijo porque le doy la teta. El bebé se calma. Es una situación placentera, si no fuera por esas paredes tan frías. Escucho la voz de mi pareja. No alcanzo a ver quien es. Me  dice, nos encontraron. Agarro al bebé con las dos manos y lo aprieto hasta que queda fundido en la pared de piedra.



Frío

A mamá le duele la cadera, o la pierna, no sé bien porque ella se toca en un lugar y cuando le quiero hacer unos masajes con árnica, el lugar es otro.
La pierna se me salió de lugar, me dice, pero yo veo que camina por toda la casa y hace unos ejercicios de yoga que le enseñaron cuando era chica.  Apoya la cabeza en el piso y levanta las piernas en vertical. Cuando yo era joven podía hacer esta posición sin necesidad de apoyarme contra la pared, dice. Pienso que yo nunca pude pararme de cabeza. Encima a ella le está doliendo la cadera. Vos me estás haciendo un cuento. No, contesta, si apenas puedo caminar hasta el baño. Le digo que voy a buscar un médico, que no tenemos que esperar a que se haga de noche porque después va a ser peor.
Me paso el día buscando un médico y nada, recorro todos los sanatorios del pueblo pero la respuesta es que no van a domicilio. Una enfermera del último lugar al que voy me dice: Alquile una silla de ruedas y tráigala. Hago eso y voy  empujando la silla por una cuesta que llaman la viborita, el esfuerzo es tremendo. Estoy empapada en sudor aunque hace mucho frío. Es noviembre y hace frío en este pueblo de mierda, le digo a mamá mientras vamos subiendo. Ella se da vuelta bruscamente porque no le gusta que critiquen el lugar que eligió para vivir. Ese movimiento hace que quedemos mirando al revés y la silla rueda cuesta abajo. Las dos corremos, mamá en la silla y yo aferrada a las manijas intentando frenar el impulso, pero la viborita es empinada y el lago se nos viene encima. Pienso que la 12 de octubre nos va a frenar porque tiene una plazoleta en el medio, pero saltamos el paredón de la costanera y la silla vuela por el aire. No sé en que momento cambiamos de lugar, mamá me mira desde la veredita como me hundo en el lago de seis grados de  temperatura.


Las hijas

Cuantas hijas tenés
donde viven
le cuento,
al rato
otra vez
cuantas hijas tenés
le hago
un cuadro sinóptico
en un papel
y entiende
entiende mejor
que si se lo cuento
dejámelo a mano
me dice
porque me olvido


La música

¿Te gusta la música?
me preguntó José
no le dije nada
porque la música
para mi
es radio clásica
en el auto
y acá no tengo el auto.
Acá es todo ruido
de televisión
o mi voz
elevada al máximo
hasta que me duele
la garganta
de tanto decir
mil veces lo mismo




Hermanas

La gente ama
a sus hermanos
es lo normal
lo esperable

Mi hermana  no es
Como toda la gente



La caminata

Llevo varios días encerrada en el departamento. Aunque voy a hacer las compras y conseguí un caño para hacerme masajes en la espalda, siento el encierro.
En la casa tienen costumbres diferentes a las mías. No hay horarios. Las comidas son secundarias. Yo soy metódica, desayuno a la hora que hay que desayunar, reviso los mails y el Facebook, miro las noticias, salgo a hacer alguna compra y tomo un café en el bar que me gusta. Y luego cocino y almuerzo. Hago una siesta, quizás, a media tarde.
El cuerpo se me está entumeciendo por no hacer  gimnasia. En Buenos Aires voy al gimnasio tres veces por semana, acá no conseguí un lugar para seguir con el hábito. Siento que el vientre se me está hinchando por demás. La comida no tiene gran variedad, las harinas son una nube interminable.
Hoy el lago está planchado y el sol radiante. Me voy a caminar, le dejé escrito en el papel sobre el brazo del sillón donde ella duerme. Tiene la manía de hacer la siesta sentada en el sillón en lugar de echarse en la cama. La dejo hacer, aunque me doy cuenta de que eso no es muy saludable porque es mejor estar acostada para que se irrigue el cerebro, y más ella, que tiene sólo un veinte por ciento activo en las carótidas. En realidad ese veinte por ciento es el diagnóstico de hace quince años.
Voy hacia la estación. Durante un trecho se puede caminar por la costanera. Se ven las playas pequeñas, la montaña que rodea el lago poniendo un límite a su sueño de mar, los árboles que algún pionero plantó para que el paisaje se parezca a Suiza. Pero no es Suiza. En el alto todos tienen la piel curtida, el invierno les agrieta la cara y el verano también. Me voy cruzando con grupos de turistas, se notan recién bañados, se ve que hicieron las excursiones a la montaña bien temprano y ahora pasean por el pueblo.
El sendero de la costanera se termina en el puente del arroyo. A partir de allí el pueblo empieza a mostrar la hilacha, no hay turistas, me cruzo con algunos mochileros que vienen de la Terminal de Omnibus. A los lados de la ruta hay corralones de materiales, una estación de servicio, (acá el gas oil es más caro que la nafta), talleres mecánicos, playones con autos abandonados, vías de tren. En una de esas vías veo un cartel que dice cuidado con el tren, igual que esos  que dicen cuidado con el perro. Me cruzo también con varios hombres. Hombres con vestimenta de domingo, porque es domingo. Son guapos, me gustan, podría tener sexo con cualquiera de ellos, hace un tiempo que no tengo sexo. En sus caras veo que ellos también hace bastante que no tienen sexo. Me miran y yo les sostengo la mirada, si alguno me invitara a su casa, iría.
Después de cruzar la primera vía, que parece una vía muerta, escucho el silbato de un tren. Es el Patagónico.
El Patagónico avanza lentamente, se dirige a la estación, corro a su lado, y aunque voy cuesta arriba lo alcanzo y llego junto con él. La gente se agolpa en el andén, hay contingentes de niños con maestros. Los veo a todos como si fueran pasajeros del siglo pasado. Los vagones son viejos. No conozco Suiza pero me imagino que los trenes deben ser muy diferentes.
Me quedo hasta que todos los pasajeros suben. Los niños saludan por las ventanillas, a nadie, o a mí, porque los únicos que quedamos en el andén son los empleados de la estación y yo. El Patagónico arranca lentamente, y tengo que hacer un esfuerzo para no colgarme del estribo del último vagón.
                                                    

Susana y el pariente

En el camino al aeropuerto hay un cartel que dice Barrio El Cóndor. Está pasando la rotonda. Cuando hago la caminata diaria miro bien que no venga ningún auto. Yo vivía ahí cuando recién llegué a Bariloche. Hace treinta años era descampado, ahora hay varios barrios en esa zona. Una vez, en la entrada de El Cóndor, un auto atropelló a una mujer y la mató. Supe por el diario que la mujer muerta era la compañera de un pariente nuestro que se llamaba igual que papá. Le habían puesto su nombre en honor a él.
Papá murió en el sesenta y ocho, yo era chica y mamá dejó de tratarse con esa parte de la familia. No sabía que este pariente vivía en el pueblo.
Un día, unos años después del accidente, me llamaron por teléfono. Me preguntaron si conocía a Dardo Sarasúa.  Papá está muerto, pensé, aunque yo no lo había visto en el cajón. No fuimos al velorio, a los más chicos no nos dejaron ir. Yo vi pasar el cortejo fúnebre desde la esquina de la casa de una amiga. Hubiera querido ir detrás de ese carro negro que se llevaba lo último de papá.
Enseguida la voz preguntó: Puede venir a buscarlo está perdido en el Centro Cívico y no sabe dónde vive. Así conocí a mi pariente. El no sabía quién era yo. Tampoco sabía quién era él.



Flores amarillas

Pasaron veinte días. Desde hace años sólo puedo estar con ella una hora y media, dos, como máximo. Llamo por teléfono a mi hija, le digo que estoy harta. Me recuerda que en otra época ella iba a Bahía Blanca y pasaba los veranos en nuestra casa y a mí me gustaba. Era chica, no sabe que cuando mamá volvía a su casa era porque habíamos discutido. Suponía que la abuela se iba porque era marzo y se le acababan las vacaciones. Lo cierto es que cuando las cosas no se hacían a su gusto, terminábamos peleando. Le cuento la verdad. Y ella dice, vos escribís, matala, para eso está la literatura. Nos reimos. Mi hija no escribe, dibuja cosas bonitas. Menos mal, pienso.
Hace dos días que estoy en automático, la cabeza me explota con la voz de la mujer de los almuerzos de la tele. No quiero escuchar nada más. El día no está para salir a caminar, tengo frío, el viento me va a hacer levantar vuelo. Me encierro en el cuarto porque tengo ganas de leer o dormir un rato. Cierro la puerta del pasillo. El pasillo es una caja de resonancia. Las voces de la tele se escuchan lejos. Intento dormir un poco. Pasan cinco minutos, quizás diez. Estoy en duermevela, cuando me doy cuenta de que abrió la puerta que comunica con el living. Escucho que arrastra con el pie la piedra que la contiene para que no se cierre cuando están las ventanas abiertas. La mujer de la tele no está más, reconozco la voz de un periodista que grita cosas sobre el submarino perdido. Quisiera estar en el fondo del mar para poder tener un poco de silencio. La puteo, puedo putearla tranquila porque no me escucha.
Me calzo las botas, me abrigo, le digo que me voy a caminar. Le muestro el papel que debe tener a mano para recordar dónde estoy. En la vereda veo que se asoma a la ventana, desabrigada, siempre está acalorada y en la casa anda con una remera sobre la piel, y así, abre la ventana. Se va a agarrar una pulmonía y voy a tener que vérmelas con eso también. Me dice: Chau, chau, y mueve sus manos, la sonrisa irónica de cuando algo no le gusta. Dice que no tiene memoria, no le creo.
La calle está desierta, en la costanera no hay nadie, el día está muy soleado pero los vientos cruzados hacen que sea imposible caminar. Bajo a la playa. Parada al lado del lago grito fuerte, más fuerte que el lago, grito todas las maldiciones juntas. Grito las malas palabras que se me vienen a la boca, las grito para sacar el odio de adentro de mi panza, de mi pecho, de mi cabeza. Mientras, camino por la orilla saltando sobre las piedras
Dos mil seiscientos sesenta pasos son los que hay desde el departamento hasta el bar Holly. Es el que está sobre el lago y el único que tiene mamparas que contienen el viento. Nunca hice el camino por la playa, por momentos se corta y tengo que subir al farallón. Grité tanto que me quedé sin fuerzas. Voy en silencio, el viento en la cara ya no me molesta tanto. Llego al Holly, el camarero me dice que me siente al sol, que está hermoso. Es primavera. La retama floreció a pesar del clima. Toda la bajada al lago está cubierta de flores amarillas. Hasta este momento no lo había notado.


Holly

Tomamos un taxi y fuimos al Holly. Antes de salir, le dije que tenía que llevar el andador y me miró como si yo estuviera loca. Cómo voy a salir a la calle con este armatoste, me dijo, mientras lo plegaba para llevarlo colgado del hombro como si fuera una cartera. La convencí  de que tenía que usarlo.
La terraza del bar está sobre el lago. Ella estaba maravillada, me preguntó si tenía “algo para sacarle una foto”, le dije que podía fotografiarla con el teléfono. Hice varias tomas, en todas salió bien. Siempre fue fotogénica. Ahora es vieja pero sigue siendo bella y cuando tiene la cara serena da gusto fotografiarla. Miraba el paisaje y repetía que detrás de las montañas tenía que estar Chile porque esa es la Cordillera de Los Andes, yo le contestaba que no, que Chile queda para otro lado. Le preguntamos al camarero y nos contó que allí, donde mamá decía, está la ruta que va a Chile, que de noche se ven las luces de los camiones que cruzan la frontera. Tenía la vista clavada en el vaivén del lago y preguntaba si el agua habría llegado alguna vez hasta la zona en la que estábamos nosotras. Yo le decía que no, que los lagos no son como el mar, aunque me imaginaba que, según como se moviera la tierra, el lago se debía volcar un poco más para una costa o para la otra, como el vino, cuando uno mueve la copa.
Cuando volvimos al departamento no recordaba que ésa es su casa, ahora. Demasiado hizo durante el último año. Cambió de ciudad para vivir en el que siempre dijo, era su lugar en el mundo. Supo persistir en el deseo. Mi hermana se lo cumplió. Hasta no hace mucho, venía todos los inviernos. Le encantaba esquiar. Un día, cuando tenía casi ochenta, volvió a Buenos Aires con un moretón en la cara. Se había pegado un porrazo en el cerro pero había seguido como si nada. Esa fue la última vez. Ahora cree que este pueblo es una novedad. Se conforma con mirar por las ventanas, ver televisión y saber que no va a dormir sola ni acompañada por una extraña, como en Buenos Aires.
Lo que vivimos hoy lo recuerdo como un sueño, me dijo.
Pasamos una tarde hermosa y ella la recuerda, aunque sea como si la hubiera soñado, pero la recuerda. La abrazo.
Estos últimos días duerme mucho más. Hoy, en el bar, estuvo muy alerta, preocupada porque ese lugar con esas vistas tan bonitas, tenía que ser muy costoso. Yo le decía que no importaba, que sólo habíamos tomado unos cafecitos que cuestan lo mismo en todas partes. Ella, al rato, volvía a decir lo mismo.



Antípodas

Algunos en este pueblo festejan porque mataron a un indio.
Le conté a mamá que ayer mataron a un mapuche. Me preguntó qué había hecho el indio para que lo mataran. Le dije que no podía preguntar eso. Que a la gente no se la mata. Le expliqué que los mapuches creen que algunas tierras les pertenecen, entonces van y las toman. Se quedó pensando, después de un rato me dijo: Nos van a atacar los mapuches, tengo miedo.
Le contesté que no, que no son los indios los que nos están atacando.


Contradicción

Dicen que no son de acá, que no tienen ningún derecho a nada, pero los carteles de la costanera te explican en castellano, en inglés y en portugués el significado del nombre que está en lengua mapudungun. Te cuentan la historia de los indios  que habitaban esta tierra. Muchos arroyos y lagos tienen nombre indígena, incluso el pueblo.









EN LA CALLE

La mujer se abalanzó sobre mí,
vendo mis poesías, dijo.
La esquivé.
Un hombre
que llevaba un puñado de lapiceras en la mano,
gritó,
me ayuda que ando vendiendo.
también lo esquivé.







LA NECESIDAD

necesito una silla
no una silla cualquiera
una que me contenga
que me invite
que no me expulse
puede tener brazos
que sirvan de apoyo
cuando sólo pienso
y ruedas
para poder ir 
de un extremo
a otro de la mesa
sin tener que perder
un minuto en levantarme
necesito una silla
y juro que
cuando la tenga
voy a escribir
mejores poemas.






OLVIDO
Cuando dejás de fumar
es día por día
pero sos fumador
para siempre
el olvido también
llega día por día
pero para siempre

sos tus muertos.
Memento I

Vi una pareja de enamorados

Una madre con dos niños pequeños

Un viejo con manos grandes

Y las plumas

De una paloma muerta

Diseminadas por el piso del vagón.



Memento II

Por el rectángulo de hierro

Veo la copa de un árbol

Deshojada

No es otoño

En las ramas

Hay tres pájaros.


EXPERIMENTA

Siete músicos

Siete maldicentes  

en disonante grito

de corcheas  

Interpelan

los clásicos oídos

Con lo real

supra real

material y dialéctico

Te ponen  en contexto  

Basta llenar los espíritus

para vaciar de basura las cabezas.
Diciembre 2018

cuando vienen los gases
corro a esconderme
soy cobarde
caigo en medio de la avenida
y me lastimo
es diciembre, el calor aprieta
o a veces la lluvia empapa
los uniformes de la infantería.

lunes, 1 de enero de 2018

El Agua

Me quedé en la Tierra porque en los nuevos mundos habían caído en desuso los libros de papel. No podía acostumbrarme a las pantallas y leer era vital. En mis visitas a Esturión, el planeta en el que vivían mis padres, había visto que las bibliotecas respondían a la voz humana. Los ejemplares se desplegaban en audio y video, mediante un dispositivo que se colocaba en los anteojos. Todas las personas, incluso algunos animales, usaban anteojos para protegerse de los ultra rayos.
El día que comenzó la inundación, recibí una llamada. Vení al puerto, me dijo Ariel, y continuó, vení con lo puesto y traé un libro. Intenté comunicarme con Gabi, o con Clara, para ampliar la información. Fue inútil, las líneas estaban saturadas.
Cuarenta años antes, los polos habían comenzado a derretirse. Primero fue una grieta en la Antártida, después las roturas se hicieron masivas.
Me paré frente a la biblioteca, quería llevármelos todos, entonces agarré una vieja edición de La Divina Comedia y una Biblia que nunca había leído. Los metí en un bolsillo del abrigo.
Antes de cerrar la puerta de casa dejé la edición de La Divina Comedia. La cambié por un librito de Eduardo Mendoza, un autor catalán que le gustaba a mi abuela.
Era tiempo de adviento y llegar al puerto fue complicado, las calles estaban llenas de gente y eso que el éxodo al espacio llevaba varios lustros.
La mayoría eran turistas que visitaban a sus familiares en la Tierra por las fiestas de Navidad. Tenían trajes anfibios. Sabían que la inundación podía ocurrir en cualquier momento. Las bases para evacuar estaban en alta mar, con esas ropas podrían navegar de manera autónoma por unas cuantas horas, hasta llegar a una plataforma.
En el puerto no había aglomeraciones. Las terminales marítimas espaciales debían estar atestadas. Caminé más de media hora buscando a Ariel hasta que escuché que me llamaba desde una fragata anclada en la zona nueva. El barco era un museo. Lo había visitado varias veces. En la cubierta estaban Ariel, Gabi, Clara, y otras personas. Trajiste un libro, me preguntó Gabi, le contesté que sí y le mostré la Biblia porque me pareció más conveniente. No, me dijo, varios trajeron biblias y no los dejaron entrar, no es un pase válido. El barco tiene un ejemplar estable, dijo. Entonces le mostré la edición de bolsillo de Eduardo Mendoza y me abrazó. Estás adentro. Dijo con un gritito. Clara, desde cubierta, me saludaba riéndose. Lamenté haber dejado los frasquitos de flores en la heladera, nos hubiera venido bien fumar un poco.
Al rato de embarcar, la fragata salió del puerto. Hacía frío. Supimos, por la radio del barco, que grandes trozos del Polo Norte bajaron por los mares y en un santiamén lo único que quedó al descubierto fueron las puntas de los rayos de la estatua de la Libertad. En el sur los grandes glaciares contaminados por sulfuros y ácidos, empleados en otro tiempo en la megaminería, se encendían y explotaban como una gigantesca mascletá.  Europa, Asia, Africa y Oceanía tampoco se salvaron, el agua de los Polos se tragó las islas. De nada le valió a Venecia tener forma de pez. Los imperios de oriente y occidente desaparecieron.
Nadie preguntó cuánto tiempo estaríamos navegando, el objetivo era no abandonar la Tierra. Si la empresa se complicaba siempre quedaba el recurso de una plataforma espacial.
La fragata estaba bien equipada, había reservorios de píldoras alimentarias y ampollas de hidratación para mil personas durante un año. Y libros, muchos libros.
Cuando oscureció, la mayoría nos reunimos en el interior del barco. Nunca pensé que pudiera albergar a tanta gente. Éramos centenares de personas.
La biblioteca ocupaba el mejor lugar. Ordenados en los estantes descubrí más de un ejemplar de La Divina Comedia y varias Biblias. Siempre hay quien hace trampa. De Shakespeare y Borges, como si todos los pasajeros se hubieran puesto de acuerdo, no había títulos repetidos. En una vitrina cerrada, sobre un atril, se destacaba una edición con tapas de cuero de El Capital, para  solicitarlo había que completar varios formularios. De mi autor favorito, encontré uno solo. No lo había leído. Se desarrollaba en Pringles, un lugar imaginario. Le faltaban las primeras hojas. Me propuse, para matar el tiempo, inventar cada día un comienzo distinto para la historia.
El camarote que me tocó era pequeño y estaba cerca de la sentina. Por las noches escuchaba las ratas y el olor era nauseabundo. Mi compañera, una anciana que se llamaba María me recordaba a mi abuela, no paraba de hablar. Callaba sólo mientras dormía, pero a veces, también hablaba en sueños. Ella quería llegar a Europa para volver a ver la Torre iluminada. Centelleando, como la había visto una Nochebuena. No le dije que hacía tiempo que la habían desmontado para mandarla al Planeta Sustituto Mayor. La torre entorpecía el despegue de las  naves que salían del Mar del Norte.
Una vez que falté a las lecturas colectivas me quedé escribiendo mi diario de viaje en el camarote. A mediodía advertí que María no había dicho una palabra. Me acerqué a su litera, volaba de fiebre.
Fuerza María, le dije, el agua está bajando. Cielo y mar seguían siendo la misma cosa. Murió en año nuevo, lo recuerdo porque ese día casi chocamos contra los picos de los Alpes.
Habíamos navegado cuarenta días con sus noches. Los censores mostraban que el centro de la Tierra tenía sólo un rescoldo. El frío comenzaba a helar el mar a la altura del Ecuador. Si las aguas bajaban, tendríamos que acostumbrarnos a los cambios.




CRECER                             

A los dieciseis años me fui a vivir sola a La Plata. Fui a la universidad. No tenía claro que  quería estudiar. Por las dudas me anoté en dos carreras. Una era la que mi padre impuso como condición para poder irme del pueblo y la otra, la que me parecía que me gustaba.
Conseguí una pensión económica, mi familia no estaba para tirar manteca al techo alquilando un departamento.
Me tocó compartir el cuarto con Mirta, una de las hijas de la dueña. Beba, la dueña se llamaba Beba. Tenía dos hijas un poco más grandes que yo.
Las tres eran grandotas, mujeres de ascendencia alemana, rubias, de pelo lacio. La madre usaba un rodete tipo banana como las artistas de los años sesenta.
En la pensión había varios huéspedes. Un matrimonio con un nene en la habitación del frente, dos muchachos de Misiones que estudiaban Veterinaria, al lado de la mía. En el altillo vivía un hombre, que trabajaba de mozo en un restorán importante. Con Ingrid, la mayor de las hijas, Beba puso a otra chica de mi pueblo porque tenían la misma edad.
La casa era bastante grande, tenía varios baños, un patio, al que daban todas las piezas y una cocina comedor que estaba al fondo donde había un horno a leña y un artefacto de seis hornallas. La heladera era grande, revestida en madera, con puertas arriba y abajo.
Beba andaba con cosas de astrología, te decía como eras según tu signo. Cuando nos sentábamos en el patio a fumar y hablar de cosas de la vida, venía y nos decía las características. A Tere, la chica de mi pueblo que tenía un novio de acuario una vez le dijo que el novio debía ser buen amante porque así eran los de ese signo. Tere se puso colorada y bajó la cabeza, era muy tímida y no le gustaba que se tocaran esos temas. A mi me entusiasmaban, yo no tenía idea ni de signos ni de amantes.
Beba tenía un novio, ella decía que aunque había cumplido sesenta y siete funcionaba muy bien. No era muy cariñoso, pero decía que era mejor que un consolador. Como el  tipo no le había dicho la fecha del cumpleaños, no había podido sacarle la ficha astrológica. Era bastante misterioso, me acuerdo que escribí un cuento para la facultad inspirándome en él.
Beba me dijo que yo, como era de piscis, era libre. Me lo tomé al pie de la letra. Mis libertades consistían en comprarme golosinas, fumar, salir de noche y de tanto en tanto, ir a escuchar las grabaciones de los discursos de Fidel que pasaban las de Bragado en su departamento. Iba a la facultad. Estudiaba en los bares y cuando podía, me prendía para ir a los bailes del comedor universitario. No salía mucho de noche porque Beba me frenaba. Me decía que no convenía, que los tiempos no estaban para que una chica de mi edad anduviera sola. Yo le insistía, entonces aflojaba.
Un día el hombre del altillo la invitó a Beba y a las hijas para ir el sábado siguiente a la Capital. Era la fiesta de los gastronómicos. El hombre había dicho que se iba a celebrar un banquete en la sede del sindicato en la calle Venezuela. En un colectivo iba a viajar la delegación de La Plata.
Yo nunca había ido a la Capital y tenía muchas ganas de conocerla. Otro atractivo era el banquete. Me imaginé que habría mesas llenas de comida. Como era en el sindicato de mozos pensé que los hombres estarían vestidos con sus uniformes, moñito en el cuello y saco de solapas brillantes y las mujeres arregladas con vestidos largos.
La nena también puede venir, dijo el hombre, señalándome, me puse contenta. Busqué  en el ropero un vestido de florcitas, vaporoso, que me había hecho mamá. Lo había usado en la fiesta de Año Nuevo. Aunque era corto, no desentonaría en el banquete.
Cuando llegó el sábado, Beba y las chicas se arreglaron como nunca. Eran tan altas que parecían artistas de cine.
En el colectivo me desilusioné, las mujeres estaban vestidas con ropas comunes, de todos los días y los hombres estaban en camisa, con el cuello abierto, sin saco y bastante transpirados.
Nos ubicamos en el último asiento. El hombre del altillo iba al lado de Ingrid, en un momento le puso la mano en la rodilla y Beba le cambió el lugar.
Cuando llegamos a la Capital no vi nada porque entramos por una zona oscura. Bajamos en la puerta del sindicato, el salón tenía mesas llenas de bandejas con pollo asado, lechón, huevos y tomates rellenos y ensalada rusa. Yo me había imaginado comidas distintas,  bandejas sofisticadas, faisanes, otra cosa. No había ni vittel toné. Esperé que para la hora del postre hubiera alguna sorpresa, pero sirvieron una cassatta pelada, ni siquiera le habían puesto chocolate caliente para que fuera más rica.
El baile recién estaba empezando cuando me llamó Mirta y me dijo, nos vamos. Beba toda colorada, traía a Ingrid de la mano, la chica tenía el pelo revuelto y se le había corrido el maquillaje y a un ojo le faltaba la pestaña postiza. Había estado llorando.
Las tres iban calladas cuando bajamos las escaleras del sindicato. Caminamos hasta una avenida grande donde tomamos un colectivo hasta la estación de tren. En el trayecto me di vuelta  para ver la cara de Ingrid y a lo lejos, alcancé a ver el Obelisco iluminado como un árbol de navidad.