El
Agua
Me quedé en la Tierra porque en los nuevos
mundos habían caído en desuso los libros de papel. No podía acostumbrarme a las
pantallas y leer era vital. En mis visitas a Esturión, el planeta en el que
vivían mis padres, había visto que las bibliotecas respondían a la voz humana.
Los ejemplares se desplegaban en audio y video, mediante un dispositivo que se
colocaba en los anteojos. Todas las personas, incluso algunos animales, usaban
anteojos para protegerse de los ultra rayos.
El día que comenzó la inundación, recibí una
llamada. Vení al puerto, me dijo Ariel, y continuó, vení con lo puesto y traé
un libro. Intenté comunicarme con Gabi, o con Clara, para ampliar la
información. Fue inútil, las líneas estaban saturadas.
Cuarenta años antes, los polos habían comenzado
a derretirse. Primero fue una grieta en la Antártida, después las roturas se
hicieron masivas.
Me paré frente a la biblioteca, quería
llevármelos todos, entonces agarré una vieja edición de La Divina Comedia y una
Biblia que nunca había leído. Los metí en un bolsillo del abrigo.
Antes de cerrar la puerta de casa dejé la
edición de La Divina Comedia. La cambié por un librito de Eduardo Mendoza, un autor
catalán que le gustaba a mi abuela.
Era tiempo de adviento y llegar al puerto fue complicado,
las calles estaban llenas de gente y eso que el éxodo al espacio llevaba varios
lustros.
La mayoría eran turistas que visitaban a sus familiares
en la Tierra por las fiestas de Navidad. Tenían trajes anfibios. Sabían que la
inundación podía ocurrir en cualquier momento. Las bases para evacuar estaban en
alta mar, con esas ropas podrían navegar de manera autónoma por unas cuantas
horas, hasta llegar a una plataforma.
En el puerto no había aglomeraciones. Las
terminales marítimas espaciales debían estar atestadas. Caminé más de media
hora buscando a Ariel hasta que escuché que me llamaba desde una fragata
anclada en la zona nueva. El barco era un museo. Lo había visitado varias
veces. En la cubierta estaban Ariel, Gabi, Clara, y otras personas. Trajiste un
libro, me preguntó Gabi, le contesté que sí y le mostré la Biblia porque me
pareció más conveniente. No, me dijo, varios trajeron biblias y no los dejaron
entrar, no es un pase válido. El barco tiene un ejemplar estable, dijo.
Entonces le mostré la edición de bolsillo de Eduardo Mendoza y me abrazó. Estás
adentro. Dijo con un gritito. Clara, desde cubierta, me saludaba riéndose. Lamenté
haber dejado los frasquitos de flores en la heladera, nos hubiera venido bien
fumar un poco.
Al rato de embarcar, la fragata salió del
puerto. Hacía frío. Supimos, por la radio del barco, que grandes trozos del
Polo Norte bajaron por los mares y en un santiamén lo único que quedó al
descubierto fueron las puntas de los rayos de la estatua de la Libertad. En el
sur los grandes glaciares contaminados por sulfuros y ácidos, empleados en otro
tiempo en la megaminería, se encendían y explotaban como una gigantesca
mascletá. Europa, Asia, Africa y Oceanía
tampoco se salvaron, el agua de los Polos se tragó las islas. De nada le valió
a Venecia tener forma de pez. Los imperios de oriente y occidente desaparecieron.
Nadie preguntó cuánto tiempo estaríamos
navegando, el objetivo era no abandonar la Tierra. Si la empresa se complicaba
siempre quedaba el recurso de una plataforma espacial.
La fragata estaba bien equipada, había
reservorios de píldoras alimentarias y ampollas de hidratación para mil
personas durante un año. Y libros, muchos libros.
Cuando oscureció, la mayoría nos reunimos en el
interior del barco. Nunca pensé que pudiera albergar a tanta gente. Éramos
centenares de personas.
La biblioteca ocupaba el mejor lugar. Ordenados
en los estantes descubrí más de un ejemplar de La Divina Comedia y varias
Biblias. Siempre hay quien hace trampa. De Shakespeare y Borges, como si todos
los pasajeros se hubieran puesto de acuerdo, no había títulos repetidos. En una
vitrina cerrada, sobre un atril, se destacaba una edición con tapas de cuero de
El Capital, para solicitarlo había que completar
varios formularios. De mi autor favorito, encontré uno solo. No lo había leído.
Se desarrollaba en Pringles, un lugar imaginario. Le faltaban las primeras
hojas. Me propuse, para matar el tiempo, inventar cada día un comienzo distinto
para la historia.
El camarote que me tocó era pequeño y estaba cerca
de la sentina. Por las noches escuchaba las ratas y el olor era nauseabundo. Mi
compañera, una anciana que se llamaba María me recordaba a mi abuela, no paraba
de hablar. Callaba sólo mientras dormía, pero a veces, también hablaba en
sueños. Ella quería llegar a Europa para volver a ver la Torre iluminada. Centelleando,
como la había visto una Nochebuena. No le dije que hacía tiempo que la habían
desmontado para mandarla al Planeta Sustituto Mayor. La torre entorpecía el
despegue de las naves que salían del Mar
del Norte.
Una vez que falté a las lecturas colectivas me
quedé escribiendo mi diario de viaje en el camarote. A mediodía advertí que María
no había dicho una palabra. Me acerqué a su litera, volaba de fiebre.
Fuerza María, le dije, el agua está bajando. Cielo
y mar seguían siendo la misma cosa. Murió en año nuevo, lo recuerdo porque ese
día casi chocamos contra los picos de los Alpes.
Habíamos navegado cuarenta días con sus noches. Los
censores mostraban que el centro de la Tierra tenía sólo un rescoldo. El frío
comenzaba a helar el mar a la altura del Ecuador. Si las aguas bajaban, tendríamos que acostumbrarnos a los cambios.
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