lunes, 1 de enero de 2018

El Agua

Me quedé en la Tierra porque en los nuevos mundos habían caído en desuso los libros de papel. No podía acostumbrarme a las pantallas y leer era vital. En mis visitas a Esturión, el planeta en el que vivían mis padres, había visto que las bibliotecas respondían a la voz humana. Los ejemplares se desplegaban en audio y video, mediante un dispositivo que se colocaba en los anteojos. Todas las personas, incluso algunos animales, usaban anteojos para protegerse de los ultra rayos.
El día que comenzó la inundación, recibí una llamada. Vení al puerto, me dijo Ariel, y continuó, vení con lo puesto y traé un libro. Intenté comunicarme con Gabi, o con Clara, para ampliar la información. Fue inútil, las líneas estaban saturadas.
Cuarenta años antes, los polos habían comenzado a derretirse. Primero fue una grieta en la Antártida, después las roturas se hicieron masivas.
Me paré frente a la biblioteca, quería llevármelos todos, entonces agarré una vieja edición de La Divina Comedia y una Biblia que nunca había leído. Los metí en un bolsillo del abrigo.
Antes de cerrar la puerta de casa dejé la edición de La Divina Comedia. La cambié por un librito de Eduardo Mendoza, un autor catalán que le gustaba a mi abuela.
Era tiempo de adviento y llegar al puerto fue complicado, las calles estaban llenas de gente y eso que el éxodo al espacio llevaba varios lustros.
La mayoría eran turistas que visitaban a sus familiares en la Tierra por las fiestas de Navidad. Tenían trajes anfibios. Sabían que la inundación podía ocurrir en cualquier momento. Las bases para evacuar estaban en alta mar, con esas ropas podrían navegar de manera autónoma por unas cuantas horas, hasta llegar a una plataforma.
En el puerto no había aglomeraciones. Las terminales marítimas espaciales debían estar atestadas. Caminé más de media hora buscando a Ariel hasta que escuché que me llamaba desde una fragata anclada en la zona nueva. El barco era un museo. Lo había visitado varias veces. En la cubierta estaban Ariel, Gabi, Clara, y otras personas. Trajiste un libro, me preguntó Gabi, le contesté que sí y le mostré la Biblia porque me pareció más conveniente. No, me dijo, varios trajeron biblias y no los dejaron entrar, no es un pase válido. El barco tiene un ejemplar estable, dijo. Entonces le mostré la edición de bolsillo de Eduardo Mendoza y me abrazó. Estás adentro. Dijo con un gritito. Clara, desde cubierta, me saludaba riéndose. Lamenté haber dejado los frasquitos de flores en la heladera, nos hubiera venido bien fumar un poco.
Al rato de embarcar, la fragata salió del puerto. Hacía frío. Supimos, por la radio del barco, que grandes trozos del Polo Norte bajaron por los mares y en un santiamén lo único que quedó al descubierto fueron las puntas de los rayos de la estatua de la Libertad. En el sur los grandes glaciares contaminados por sulfuros y ácidos, empleados en otro tiempo en la megaminería, se encendían y explotaban como una gigantesca mascletá.  Europa, Asia, Africa y Oceanía tampoco se salvaron, el agua de los Polos se tragó las islas. De nada le valió a Venecia tener forma de pez. Los imperios de oriente y occidente desaparecieron.
Nadie preguntó cuánto tiempo estaríamos navegando, el objetivo era no abandonar la Tierra. Si la empresa se complicaba siempre quedaba el recurso de una plataforma espacial.
La fragata estaba bien equipada, había reservorios de píldoras alimentarias y ampollas de hidratación para mil personas durante un año. Y libros, muchos libros.
Cuando oscureció, la mayoría nos reunimos en el interior del barco. Nunca pensé que pudiera albergar a tanta gente. Éramos centenares de personas.
La biblioteca ocupaba el mejor lugar. Ordenados en los estantes descubrí más de un ejemplar de La Divina Comedia y varias Biblias. Siempre hay quien hace trampa. De Shakespeare y Borges, como si todos los pasajeros se hubieran puesto de acuerdo, no había títulos repetidos. En una vitrina cerrada, sobre un atril, se destacaba una edición con tapas de cuero de El Capital, para  solicitarlo había que completar varios formularios. De mi autor favorito, encontré uno solo. No lo había leído. Se desarrollaba en Pringles, un lugar imaginario. Le faltaban las primeras hojas. Me propuse, para matar el tiempo, inventar cada día un comienzo distinto para la historia.
El camarote que me tocó era pequeño y estaba cerca de la sentina. Por las noches escuchaba las ratas y el olor era nauseabundo. Mi compañera, una anciana que se llamaba María me recordaba a mi abuela, no paraba de hablar. Callaba sólo mientras dormía, pero a veces, también hablaba en sueños. Ella quería llegar a Europa para volver a ver la Torre iluminada. Centelleando, como la había visto una Nochebuena. No le dije que hacía tiempo que la habían desmontado para mandarla al Planeta Sustituto Mayor. La torre entorpecía el despegue de las  naves que salían del Mar del Norte.
Una vez que falté a las lecturas colectivas me quedé escribiendo mi diario de viaje en el camarote. A mediodía advertí que María no había dicho una palabra. Me acerqué a su litera, volaba de fiebre.
Fuerza María, le dije, el agua está bajando. Cielo y mar seguían siendo la misma cosa. Murió en año nuevo, lo recuerdo porque ese día casi chocamos contra los picos de los Alpes.
Habíamos navegado cuarenta días con sus noches. Los censores mostraban que el centro de la Tierra tenía sólo un rescoldo. El frío comenzaba a helar el mar a la altura del Ecuador. Si las aguas bajaban, tendríamos que acostumbrarnos a los cambios.




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