1° G
Vio
venir el golpe y levantó el brazo para atajarlo. Con el otro tenía alzado a
Sebas. Iba a ser una más de las palizas. Miró por la ventana por si alguien
veía lo que estaba pasando y los ojos
leyeron el cartel de la parrilla de enfrente: “Lo de Jesús”. Domingo de
Navidad, el negocio estaba cerrado y no había un alma en la calle. ¿Dónde
mierda estás Jesús?
Otro
cachetazo le hizo tragar la sangre que le empezaba a salir de la nariz. Se dio
vuelta. No quería que el niño la ligara. Lo apretaba fuerte. A ella los golpes
le partían la espalda. ¿Con qué le estaría pegando el hijo de puta?. No era el
cinto. La madera que tranca la puerta, sí, es la madera. No largó el niño,
tenía miedo de que le arrancara la cabeza con uno de esos golpes al voleo.
Va
a matarme, pensó. Se movía, trataba de esquivarlo, todo sin una palabra.
La
siguió hasta la cocina sin dejar de pegarle. Tenía que escaparse. Ir a la
escalera. Afuera no le iba a pegar más.
Va
a matarme.
Lo
vio en la mesada, a mano, todavía tenía pegada la grasa del asado del mediodía.
Se habían despertado bien, aunque él tenía resaca y le molestó que no hubiera
bicarbonato. Comieron las sobras. Él volvió a tomar porque no tenía que ir a
trabajar.
Lo
tenía tan cerca. Sentía que le jadeaba a menos de cinco centímetros.
Soltó
un momento el abrazo del niño para estirar la mano. Lo agarró con fuerza al
cuchillo, casi de la hoja que le hizo un surco en la mano.
Se
lo enterró en el costado. Eso lo paró. Los ojos le dijeron ¿Qué hiciste?, cómo
si él hubiera estado mirando la tele. Le
vio el mango todavía temblando, la otra
parte, adentro del cuerpo, un poco más arriba de la panza.
Abrió
la puerta y se tiró en el pasillo. El niño no lloraba, estaba blanco. Lo había
apretado tanto contra su cuerpo para salvarlo. Lo puso en el piso sin saber qué
hacer. Escuchó una sirena y a la mujer del departamento de enfrente que gritaba:
¡Hay que reanimar al niño! Después, ella se desmayó.