lunes, 1 de enero de 2018

CRECER                             

A los dieciseis años me fui a vivir sola a La Plata. Fui a la universidad. No tenía claro que  quería estudiar. Por las dudas me anoté en dos carreras. Una era la que mi padre impuso como condición para poder irme del pueblo y la otra, la que me parecía que me gustaba.
Conseguí una pensión económica, mi familia no estaba para tirar manteca al techo alquilando un departamento.
Me tocó compartir el cuarto con Mirta, una de las hijas de la dueña. Beba, la dueña se llamaba Beba. Tenía dos hijas un poco más grandes que yo.
Las tres eran grandotas, mujeres de ascendencia alemana, rubias, de pelo lacio. La madre usaba un rodete tipo banana como las artistas de los años sesenta.
En la pensión había varios huéspedes. Un matrimonio con un nene en la habitación del frente, dos muchachos de Misiones que estudiaban Veterinaria, al lado de la mía. En el altillo vivía un hombre, que trabajaba de mozo en un restorán importante. Con Ingrid, la mayor de las hijas, Beba puso a otra chica de mi pueblo porque tenían la misma edad.
La casa era bastante grande, tenía varios baños, un patio, al que daban todas las piezas y una cocina comedor que estaba al fondo donde había un horno a leña y un artefacto de seis hornallas. La heladera era grande, revestida en madera, con puertas arriba y abajo.
Beba andaba con cosas de astrología, te decía como eras según tu signo. Cuando nos sentábamos en el patio a fumar y hablar de cosas de la vida, venía y nos decía las características. A Tere, la chica de mi pueblo que tenía un novio de acuario una vez le dijo que el novio debía ser buen amante porque así eran los de ese signo. Tere se puso colorada y bajó la cabeza, era muy tímida y no le gustaba que se tocaran esos temas. A mi me entusiasmaban, yo no tenía idea ni de signos ni de amantes.
Beba tenía un novio, ella decía que aunque había cumplido sesenta y siete funcionaba muy bien. No era muy cariñoso, pero decía que era mejor que un consolador. Como el  tipo no le había dicho la fecha del cumpleaños, no había podido sacarle la ficha astrológica. Era bastante misterioso, me acuerdo que escribí un cuento para la facultad inspirándome en él.
Beba me dijo que yo, como era de piscis, era libre. Me lo tomé al pie de la letra. Mis libertades consistían en comprarme golosinas, fumar, salir de noche y de tanto en tanto, ir a escuchar las grabaciones de los discursos de Fidel que pasaban las de Bragado en su departamento. Iba a la facultad. Estudiaba en los bares y cuando podía, me prendía para ir a los bailes del comedor universitario. No salía mucho de noche porque Beba me frenaba. Me decía que no convenía, que los tiempos no estaban para que una chica de mi edad anduviera sola. Yo le insistía, entonces aflojaba.
Un día el hombre del altillo la invitó a Beba y a las hijas para ir el sábado siguiente a la Capital. Era la fiesta de los gastronómicos. El hombre había dicho que se iba a celebrar un banquete en la sede del sindicato en la calle Venezuela. En un colectivo iba a viajar la delegación de La Plata.
Yo nunca había ido a la Capital y tenía muchas ganas de conocerla. Otro atractivo era el banquete. Me imaginé que habría mesas llenas de comida. Como era en el sindicato de mozos pensé que los hombres estarían vestidos con sus uniformes, moñito en el cuello y saco de solapas brillantes y las mujeres arregladas con vestidos largos.
La nena también puede venir, dijo el hombre, señalándome, me puse contenta. Busqué  en el ropero un vestido de florcitas, vaporoso, que me había hecho mamá. Lo había usado en la fiesta de Año Nuevo. Aunque era corto, no desentonaría en el banquete.
Cuando llegó el sábado, Beba y las chicas se arreglaron como nunca. Eran tan altas que parecían artistas de cine.
En el colectivo me desilusioné, las mujeres estaban vestidas con ropas comunes, de todos los días y los hombres estaban en camisa, con el cuello abierto, sin saco y bastante transpirados.
Nos ubicamos en el último asiento. El hombre del altillo iba al lado de Ingrid, en un momento le puso la mano en la rodilla y Beba le cambió el lugar.
Cuando llegamos a la Capital no vi nada porque entramos por una zona oscura. Bajamos en la puerta del sindicato, el salón tenía mesas llenas de bandejas con pollo asado, lechón, huevos y tomates rellenos y ensalada rusa. Yo me había imaginado comidas distintas,  bandejas sofisticadas, faisanes, otra cosa. No había ni vittel toné. Esperé que para la hora del postre hubiera alguna sorpresa, pero sirvieron una cassatta pelada, ni siquiera le habían puesto chocolate caliente para que fuera más rica.
El baile recién estaba empezando cuando me llamó Mirta y me dijo, nos vamos. Beba toda colorada, traía a Ingrid de la mano, la chica tenía el pelo revuelto y se le había corrido el maquillaje y a un ojo le faltaba la pestaña postiza. Había estado llorando.
Las tres iban calladas cuando bajamos las escaleras del sindicato. Caminamos hasta una avenida grande donde tomamos un colectivo hasta la estación de tren. En el trayecto me di vuelta  para ver la cara de Ingrid y a lo lejos, alcancé a ver el Obelisco iluminado como un árbol de navidad.



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